Antonio Galisteo es de esos tipos que ama lo que hace, “con muchas inquietudes, con ganas de conocer mundo, gente… Un tío sencillo”, se autodefine. Un fanático de las lentes, las ópticas, la luz… de las cámaras. Es un grande de lo audiovisual, capaz de sacar la mejor secuencia de lo que sucede en su televisor. Es el ojo que mira tras el objetivo, el brazo que gira y proyecta el plano, la mente que ingenia historias para ser contadas con imágenes. Es de esas personas con inteligencia pragmática, experto en comprimir un universo en millones de píxeles y componer ficticiamente una realidad próxima. Entusiasta a cada minuto, es la cara B de la pequeña pantalla. Realizador, fotógrafo y operador de cámara. Un tipo de aspecto peculiar –gafas de pasta negras, pendientes de hueso y barba hipster– con mucho flow, carácter abierto e incontables horas de trabajo apasionado a sus espaldas.

De esto de la vida lenta sabe mucho mi buen amigo Gali. Es uno de los grandes realizadores residentes en Sevilla. No sólo por los premios que ha conseguido en tan poco tiempo, sino por la emoción que transmite con cada una de sus videocreaciones y fotografías, de las que, por cierto, me gusta informar puntualmente. Es un bon vivant a su manera. Sabe lo que quiere y difícilmente acepta chantajes a la modernidad mal entendida. Hay aros por los que no pasa, y yo sé bien de lo que hablo.